Escribo. Y lo hago porque me gusta, porque me apetece, porque lo necesito, porque lo necesitan... escribo sin más. Habrá a mucha, muchísima gente a la que no le guste, gente que se canse al primer párrafo de mis palabras; pero también habrá gente (tal vez muchísima gente) a la que le apetezca leer todas y cada una de mis palabras.
Sea como sea yo seguiré escribiendo si mi mente da de sí. Seguiré llenando los huecos vacíos que se forman en mi cabeza, seguiré plasmando tecla a tecla todo lo que se me ocurra. Y espero que el tiempo me ponga en mi sitio y si nada vale de lo que hago espero que todo se pierda en el olvido, como lágrimas en la lluvia o como polvo en el viento.
Era un hombre bajito, no llegaría al metro sesenta. No sabría decir muy bien su edad: aparentaba estar casi en la quinta década de su vida, pero probablemente no tuviera más de treinta y ocho años.
Antonio escuché que se llamaba. Llevaba camisa a cuadros azul oscuro y blanco grisáceo, la llevaba metida por dentro de unos pantalones vaqueros oscuros destrozados por el caminar de sus zapatillas de deporte que tal vez hacía diez años le compró su madre para hacer deporte.
No comprendía las reglas del mundo: las colas, quién va antes, quién va después. Y ello le hacía parecer un niño o un deficiente mental. Dependía de quien le mirara.
Hablaba con frases cortas, a grandes voces, con gestos de enfado propios de un niño de cinco años. Alguien que no le conociera le hubiera echado sin miramientos de su local. Pero él no. Por lo que pude deducir habían sido vecinos del mismo pueblo hace tiempo. Tal vez Antonio fuera el que compraba las bebidas a los chicos del pueblo cuando estos aún no tenían ni dieciséis años. O tal vez sus familias eran amigas y de tanto escuchar a su madre acabó aceptándole y cogiéndole cariño. Hubiera sido como hubiera sido, sin esa filiación anterior no se explicaba que con esas voces no le echara de allí.
Robó un frasco de colonia que había en algún sitio. Se lo pasó por su poco pelo una y otra vez, después por las manos, la barba, las orejas, la nuca y otra vez por todo el pelo que le quedaba. Vacío completamente el frasco de colonia. Apestaba a colonia. Se aferraba a ella como si fuera la última vez que se iba a poner colonia, como si esa colonia le debiera durar todo el resto de su vida.
Lo último que escuché antes de irme fue que hacía mes y medio -cuarenta y ocho días, especificó- que Antonio no iba al pueblo. Se sentía solo y abatido y al escuchar que desde Nochebuena su compañero no iba al pueblo no pudo sino sofocar un grito. Marchó diciendo adiós a todos, proponiendo citas a las mujeres que entre risa y risa le seguían el juego como al niño que venía a pedirles caramelos. «Adiós Antonio, adiós». Y al marchar las risas, «menudo personaje», «qué se le va a hacer», «ojalá no venga».
Y Antonio marchó feliz y él mismo entre las calles. Se hacía tarde, su hermana le había dicho que su madre venía hoy a la ciudad. Quizá hoy querría verle, debía estar guapo para la ocasión. Hacía meses que no veía a su madre. Desde aquel día.
(José Luis Merino, Antonio)
Etiquetas: Mis escritos, mis relatos, pensamientos
Que agradable saberte cerca, desde lo lejos, mucho muy lejos que me encuentro...
Ha sido una delicia enredarme entre tus letras, gracias por compartirlas y acompañsr esta soledad.
Un beso y dos.